Traidores

Juan Villoro, en su magistral libro Dios es Redondo, nos comparte una de las mejores definiciones del fútbol: El fútbol es la continuación de la guerra por otros medios. Pues bien, más que un deporte, el balompié es una preciosa y variopinta metáfora sobre los conflictos humanos y su resolución, y una excepcional teatralidad deportiva de las más diversas y complejas tensiones políticas, culturales y sociales. El fútbol es un avance civilizatorio hacia un mundo que hace rodar la pelota, para que no rueden las cabezas.

Como juego, el fútbol tiene más en común con los dramas literarios que con el resto de deportes, pues en su esencia está la promesa de servir como escenario para dirimir tensiones de toda índole a partir de los caprichos del balón y quienes osan patearlo. El juego y su metáfora no están tanto en la cancha con los jugadores como en los significados y sus representaciones fuera de ella, con lo cual, el fútbol se ha desarrollado desde sus inicios como la forma deportiva de resolver problemas que en principio han surgido por fuera de los estadios.

Nadie puede entender la potencia del fútbol sino entiende su capacidad para catalizar los conflictos entre los hombres y suspenderlos en un juego de noventa minutos, muchas veces permutando potenciales batallas armadas, sonadas e invasiones por jugadas fantásticas de algún crack, goles agónicos en el último segundo, y partidazos que quedan gravados para siempre en la retina de los hinchas. Maravillosa mezcla del Teatro de la Comedia Francesa y del Coliseo de Roma, el fútbol es también un lugar y un momento de redención: los agraviados por cualquier motivo acuden a él, ya sea en calidad de gladiadores, dramaturgos o meros espectadores, para recibir su cuota figurada de alivio y justicia. Las fricciones de raza, credo, nacionalidad, etnia o clase, quedan todas refrendadas en la cancha, sin necesidad de espadas ni escopetas, y con un gol solitario de tiro libre.

Como espejo del mundo humano, el fútbol está entrecruzado por las pulsiones de vida y muerte con las que el hombre ha dado forma a todas sus actividades pasionales. Y a pesar de dichas pulsiones, es el juego que mejor ha desarrollado un mecanismo efectivo de resolución de conflictos. A través del juego hemos logrado dirimir diferencias que antiguamente eran motivos justificados para enlistarse en la gendarmería: Los argentinos sintieron como regresaban las Malvinas a su geografía política en los instantes que siguieron los goles de Maradona contra Inglaterra en México 86, tal y como los catalanes y los vascos se juegan – y ganan – su independencia e identidad cada que vencen al Real Madrid por goleada.

Igual trascendencia tiene el hecho de que, de no ser por el Boca Juniors y sus victorias en el clásico de Buenos Aires, millones de marginados sociales y migrantes del puerto ya hubieran invadido y saqueado completamente los barrios pudientes de Núñez y Palermo, y tendrían plantada una bandera diferente en la Casa Rosada. No podemos olvidar que cada vez que México le gana a Estados Unidos, los mexicanos sentimos que hemos recuperado a California y Texas de un solo golpe. Sería absurdo desmeritar el clásico Vallecaucano si no se entendiera que Cali está fundada sobre dos visiones enfrentadas y complementarias,  visiones que a propósito han delineado la identidad de sus dos equipos principales: una visión de abolengo y tradición arraigada en los dueños de los cañaduzales, y otra de reivindicación y ascenso social amalgamada a las clases emergentes.

La promesa del fútbol es sencilla pero fundamental, mientras él exista no habrá mayor necesidad de confrontaciones armadas, y a través de su metáfora se podrán subsanar conflictos que a pesar de haber nacido fuera de los estadios, necesitan terminar apostados en sus graderías para cumplir dicha orden originaria del juego. Pero el juego exige a cambio que todos los que lo componen (jugadores, técnicos, directivos, periodistas, hinchas y patrocinadores) acepten que para hacer válida su promesa redentora, deben creer en sus métodos de reivindicación, y abandonar cualquier actitud que anule su esencia. Ello incluye por supuesto, rendirse ante la sabiduría caprichosa de la pecosa, y no retroceder la metáfora hacia el lugar previo y salvaje de la confrontación militar.

Los violentos en el fútbol, vengan de donde vengan, han traicionado su metáfora y su teatralidad, pues han renunciado a la promesa de que debe ser el balón, y no las armas, el que decida el destino de las tensiones humanas que encuentran su lugar en las canchas. Además, toman por mano propia la resolución de desacuerdos que solo están en el fútbol de forma figurada – he aquí otra treta del juego –, pues la Mano de Dios no devolvió las Malvinas a la Argentina, ni la Copa de Oro hizo que México recuperara a California. Dicha traición será muy difícil de explicar a los miembros de las barras bravas.

En su vergonzosa condición de neandertales del siglo XXI, los “ultras” han comprendido bastante mal el objetivo fundacional del fútbol, y ahí donde el juego promete teatralizar las tensiones para luego resolverlas con goles, ellos quieren anular su promesa devolviéndose a los días de las invasiones bárbaras; sus cantos y sus banderas no son parte de una fiesta sino de un acto fúnebre, y sus rituales no conmemoran al fútbol sino que anuncian su muerte.

Lo que esperamos es que dicha traición esperable de los bárbaros, no venga también de los dirigentes en Dimayor, y de que más allá de las sanciones contra las tribunas, los televisores y las radios, las autoridades nos ayuden a señalar y juzgar a los violentos. El actual es un castigo contra el Fútbol y sus metáforas, no contra sus traidores.

 

 

Columnistas:

Escrito a dos manos y entre dos Continentes: Ana Caicedo Hinojos y Gustavo Caicedo Hinojos

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