La ciudad y su valle aún duermen en la oscuridad de la madrugada cuando los primeros rayos de luz asoman su destello sobre unos Farallones imponentes. Cerros tan majestuosos e inexpugnables como la historia del equipo que entrena en sus faldas, con la mirada siempre puesta sobre la grandeza de sus picos.
La luz lejana que despunta sobre la cordillera es un buen presagio para lo que será una nueva noche de copa en la ciudad. Hay algo inexplicable, fuerte pero silencioso, que se aloja desde las primeras horas del día en los corazones de los miles de hinchas que amanecen expectantes, como si la neblina que se levanta desde Pance pasara en forma de hechizo por cada una de las almas que, unas horas más tarde, se reunirán para celebrar el maravilloso juego del fútbol.
El alba anuncia desde ya una noche de encuentros y expectativas, un espectáculo. En este día se remueven los recuerdos más sagrados y se recuentan las gestas más importantes del último siglo. Vienen al espíritu de los hinchas y los socios, las memorias internacionales de un club que se hizo un nombre desde muy temprano. En esta noche no solo acudirán los sueños de hoy, sino que también prometen levantarse, en la memoria colectiva, los triunfos forjados en décadas de buen trato de balón, las hazañas hechas a punta toque y clase en el Centenario, el Monumental y el Mineirão; todos escenarios míticos del continente.
En esta noche asoma la historia de un Deportivo Cali copero, asoman las fintas de Willington contra un River Plate mundialista, el palo de Bonilla que a la postre hubiese significado el Campeonato de Libertadores, la pared con taco entre Domínguez y Tressor Moreno que eliminó al Cruzeiro, y los partidazos en Asunción, Lima y Quito. Grandeza que, cual tragedia griega, siempre ha venido acompañada de sufrimiento, pero que jamás va a desdibujar una filosofía basada primero en la gambeta antes que en el resultado.
El Cali es eso, el silencio noble y señorial de quien conoce sus principios y sus virtudes y no necesita luces ni pancartas para sentirse grande. El Cali, como buen vallecaucano, ha forjado su imperio en silencio, seguro de su historia y consciente de sus fortalezas y debilidades. La grandeza futbolera que se defiende en este valle, es aquella que no esconde sus defectos con juegos de luces y versos introvertidos, aquella que no privilegia acentos ni pueblos de origen; en fin, esa que puede afirmarse sin la necesidad de convocar ruedas de prensa internacionales cada que inaugura un gimnasio con piscina.
En esta noche de copa arde el recuerdo inmemorial de este Deportivo Cali: el equipo de los cinco mil dueños, el único democrático en Colombia, el de los procesos juveniles y canteranos, el del Estadio Propio, el de Benítez y Desiderio, el de Redín y Valderrama, el de Bilardo y Castro, el de Candelo y Sambueza. El Verde de los Farallones, el primogénito del Valle del Cauca.
Columnista
Gustavo Caicedo Hinojos