Hace unos días escuchaba a un comentarista deportivo de una emisora de la ciudad, decir que uno de los problemas del Deportivo Cali era su falta de “internacionalización” y su marcada composición provinciana. Alegaba que el Cali era un equipo solo de vallecaucanos y que más allá del Valle no tenía muchos seguidores.
Cierto es que con la llegada del nuevo siglo, se ha consolidado un paradigma, propio de la globalización, según el cual el éxito se mide por la popularidad internacional que se tenga. Paradigma hostil para con los proyectos culturales y deportivos que justamente se concentran en los esfuerzos y significados propios y locales.
Pese a que en la mayoría de los clubes grandes del país las decisiones se toman unilateralmente, y de que en los procesos directivos recientes ha ocurrido un verdadero golpe de estado por parte de los grandes imperios económicos, bien sean legales o ilegales; a la opinión pública parece no gustarle la promesa y la apuesta democrática azucarera.
Aunque la dependencia total en las grandes fuerzas financieras es un riesgo para clubes cuyas economías terminan dependiendo de la tasa de cambio del dólar, de la demanda de petróleo, o de la suerte fluctuante en la Bolsa de Valores, critican el esfuerzo – pequeño pero potente – de asegurar nuestro futuro deportivo mediante el desarrollo de una treintena de escuelas formativas y casi 30.000 niños practicando a la pelota en ellas.
El nuestro quizás no es un fútbol de grandes compañías ni de grandes carteles, quizás su administración no corresponde con la de los Estados con partido único o los califatos, pero recoge una forma muy particular de ver y entender el mundo, una forma democrática y de largo plazo que comparte una importante porción de la sociedad vallecaucana. El nuestro, más que un programa deportivo, es un propósito, una defensa de valores sobre los que se han fundado las instituciones y la idiosincrasia de este pequeño pero hermoso Valle.
El Deportivo Cali es un club constituido por ciudadanos en pleno ejercicio de sus responsabilidades, erguido sobre ideales de participación y pertenencia que, a diferencia de otras regiones, no han necesitado de gritos ni banderas para manifestarse. Aquí hemos preferido apostarle a la consolidación de unos pocos miles de socios comprometidos política y económicamente (aún quienes no votan en las asambleas pagan puntualmente sus mensualidades), dispuestos a pagar sumas que rondan los 90 dólares mensuales, antes que vivir de diásporas que solo llenan estadios en las buenas campañas, pero que jamás pagarían estos cargos fijos en los malos momentos.
Aquí hemos logrado vender 700 suites por valores que rondan los 50.000 dólares con sus respectivas cuotas de administración, a hinchas que no les importan los escasos metros cuadrados de cada palco con tal de sentirse y ser parte de este gran sueño de provincia. Nuestra propuesta incluye la formación deportiva (cantera y fuerzas básicas), y la asociación política (socios y propietarios), como potencia unificadora y creadora de sentido, y con ella hemos logrado algo muy especial: crear un verdadero club deportivo, consolidar la mejor cantera del país, apostar por la democracia institucional, y lograr una unión de significados entre hinchas, socios, directivos y jugadores.
Quienes piensan que este provincialismo nos lleva por el camino equivocado, bien pueden darse una vuelta por la Avenida Vásquez Cobo, por el pie de monte de Pance, o por la vía a Palmaseca, y ver los maravillosos errores que hemos cometido: una sede deportiva campestre con la última tecnología, una sede urbana administrativa de primer nivel, y, para molestia de los “internacionalizados”, el imponente y único estadio propio de Colombia.
Columnista
Gustavo Caicedo Hinojos