Se respira desde hace un tiempo un aire de soberbia en el Deportivo Cali. Convencido de ser el propietario absoluto del saber, y seguro de representar al último descendiente de una gran estirpe de hombres históricos y trascendentales, este gran prócer del fútbol presagia, en cada rueda de prensa, en cada entrenamiento, y en cada partido, una gran transformación para nuestro equipo.
Adelantado para su tiempo, ve en nosotros los socios y los hinchas a una familia neolítica, rapaz y primitiva, que no entiende absolutamente nada de la esencia del juego, y que lo abuchea y lo crítica como seguramente lo hicieron nuestros antepasados con sus dioses en tiempos de lluvia o sequía. Lo vemos sonriente, fluido en cada una de sus palabras y profundo en sus apreciaciones tácticas, totalmente entregado a su única e ilustrada verdad: la mejor condición del líder es la educación y el conocimiento.
Su iluminada inteligencia ignora que el liderazgo no solo depende de los saberes abstractos, y de que se necesita más que la erudición para guiar exitosamente a cualquier grupo humano, en cualquier actividad, y en cualquier época. Liderar es entender el material humano con que se cuenta y gestionarlo de forma adecuada para conseguir un objetivo. Ello implica saber entender la realidad espiritual del grupo al que se intenta guiar, poder definir los objetivos y las virtudes que se tienen para lograrlos, tener el suficiente carisma para lograr conectar el mensaje orientador con el convencimiento social sobre las metas, y sobre todo, convivir (es decir vivir y sentir) como miembro activo del colectivo en todo el proceso.
Seguramente será, como así lo imagina, recordado para siempre. Con él al mando del equipo hemos derrumbado la imbatibilidad de Palmaseca, cortando una racha de 27 jornadas sin caer como locales (algo así como 2500 minutos sin perder), y hemos hecho un auténtico papelón táctico y deportivo en las últimas presentaciones en instancias definitivas (tanto en la final de la Liga 2017-I contra Nacional como en la última semifinal de Copa Colombia contra Medellín).
Será recordado también por haber reducido al Cali a su mínima expresión futbolística, convirtiendo una tradición lírica centenaria basada en el buen toque de balón, la posesión, y el fútbol a ras de piso en una pavorosa pantomima de puntas para arriba, un juego moribundo de vértigo sin precisión, de ataque sin defensa. Ha echado al traste con 105 años de gambetas y paredes, y en el lugar donde antes veíamos poesía, hoy nos ofrece una vergonzosa película de terror.
Poseedor de la verdad, tiene a los mejores canteranos, los verdaderos héroes y portadores de la identidad institucional, en el exilio juvenil de las inferiores, mientras insiste en seguir torturándonos con delanteros que no nos regalan un solo control dirigido en todo el partido. Ya ni siquiera alcanza con hacer goles, pues la victoria solo se logra cuando goleamos; todo lo demás es sufrir remontadas y derrotas, aquí y allá.
Este megalómano quedará para siempre en la memoria colectiva, lo llevaremos en nuestro recuerdo deportivo como aquel hombre grisáceo, de gestos quietos y sentimientos estériles, que logró lo imposible: desfigurar a tal punto al Deportivo Cali que hoy ya es irreconocible. Los hinchas le daremos siempre el mérito de haber deformado nuestra esencia, al extremo de sentir que esta versión del fútbol ya no nos representa.
Columnistas
Gustavo Caicedo Hinojos
Ana Caicedo Hinojos