Manjar en la Figueroa Alcorta

A escasos metros de la mítica cancha de Núñez, Maximiliano anticipa la faena futbolera. Atiende las ansiedades y las urgencias pre-traumáticas con una delicia local. En la previa de los encuentros, Maxi se concentra en su parrilla y tira, de entrada, una veintena de chorizos. El olor trasciende varias leguas y el habilidoso cocinero se adelanta a los paladares estresados que se cruzan en el camino con su cocina ambulante.

“¿Chori con salsa o sencillo?”. Ese es el grito Maxi al primer cliente que se acerca a su parrilla. El hincha está cerca de él, pero los gritos son una perfecta modalidad publicitaria para los vendedores de arrabal. Media calle lo escucha y sus choris perpetúan una nueva conexión auditiva, ya no solo visual, con los potenciales compradores. Pero hay más trucos.

Maxi hace cortes imperfectos en las salchichas para luego recostarlas sobre el hierro caliente. Sus chorizos abiertos no solo parecen más grandes (la facha importa) sino que también quedan mejor cocinados y en menos tiempo (la utilidad aún más). Además, el chef callejero opta por untar el pan francés, que no la salchicha, de un aceite de oliva preparado con minuciosa antelación y mezclando finas hierbas y chiles andinos. Después lo tira igualmente en la brasa con los chorizos. Manjar de dioses y goleadores.

En breve, hay una muchedumbre sobre sus choris. El precio de su creación es tan inestable como la economía del país. Maxi regatea el valor según el semblante y las necesidades aparentes que intuye en cada comprador. Eso sí, el precio no solo lo delimita la facha del cliente, sino también la hora con relación al partido. El hambre cuesta más en la previa que al final del encuentro, y conforme se despuebla el estadio los choris se deprecian tan rápido como el peso en tiempos de Menem, o de Macri. Da igual.

“Chori a 500” para los socios de las plateas, “a 300” para los chicos de las populares, y “a 200” para los que entiende urgidos por el desempleo y no por el fútbol. Exótica mezcla de mercader de bazar y redentor de comuna, Maxi hace su aporte a la equidad social regalando los últimos choris de la noche a los pordioseros del barrio. En la época de Crespo y Ortega, todavía se daba el pedigrí de vender sus choris a los policías que cuidaban los accesos, pero la tregua terminó ya y hoy debe ser precavido y desarmar rápido su restaurante peregrino para no ser maltratado.

En un buen partido Maxi puede vender hasta un centenar de choripanes pero, venda o no, y cuando la noche abraza a la madrugada siguiente, debe partir con su parrilla móvil y arrastrar su sustento de vida por media ciudad. Él y sus fantásticos choris  deambularán hasta las villas del sur para esperar el próximo match. El humo y el carbón se esconden como lo hacen millones de personas que viven así, entre la delicia y el anonimato, entre la cancha y la informalidad.

 

 

Escrito entre Núñez y los Farallones

Ana Caicedo Hinojos y Gustavo Caicedo Hinojos

 

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